Lilas P
2010-01-29 11:12:11 UTC
En su casa nadie conversaba. Cuando cenaban, cada uno hundía la cabeza en el plato, tragando rápidamente la comida. Lo único que se escuchaba eran los ruidos al masticar o al sorber la sopa. El silencio se cortaba a veces, cuando el padre gritaba. Solía gritar cuando la comida no estaba lista a las doce y media del mediodía, o la cena, que debía estar servida en la mesa a las veinte y treinta. También gritaba cuando faltaba algo, una servilleta, un vaso, un cuchillo. Entonces se le obedecía sin chistar ni disculparse. No admitía excusas. Miraba con sus ojos oscuros debajo de unas cejas pobladas. Sus ojos eran como soles negros asomando desde unos cerros. Mirada opacada o brillosa, pero siempre colérica, como a punto de estallar.
Su madre era una sombra que se deslizaba de la cocina a la pieza sin hacer ruido. Estaba flaca, casi no comía. A veces lloraba. Nunca lo acariciaba, como si no pudiera con ella misma. Otras veces se quedaba mirándolo de lejos, torciendo la cabeza de lado. Nunca había visto a sus padres conversar , abrazarse o reir a carcajadas..
Pero en una ocasión , el padre lo llevó hasta el almacén del barrio. Se sentaron en el pequeño bar del fondo y le hizo servir una naranjada, con ingredientes y todo. Le tenía que decir algo, le iba a enseñar una cosa. Sacó un reloj de bolsillo, que era de su abuelo,- o sea, del padre de su padre- y con voz grave le espetó:
- Esto es lo que tenés que tener en cuenta en la vida. Ser puntual. Llegar temprano es lo importante.Cuando yo me muera, lo conservarás.
Pasaron casi veinticinco años , Joaquín llegó alto en la empresa, se casó, tuvo hijos.
No era feliz. No podía dejar de estar ansioso, moviéndose constantemente de un sitio a otro.
Cuando iba a salir de paseo o de compras con su esposa, minutos antes de la hora convenida, abría de par en par la puerta de su departamento y salía cual ráfaga para llamar al ascensor. Los minutos anteriores a la salida se convertían en un calvario para su mujer, Joaquín estaba con la puerta abierta del ascensor, esperándola, rabioso sin motivo aparente.
Su vida estaba llena de relojes. Si veía a a alguien sin reloj, pensaba que sería un vago o quizás un chiflado. Ahora estaba perdido, con el asunto de los celulares, los relojes se usaban menos. No sabía entonces qué clase de gente era la que no llevaba reloj. Ir al psicoanalista no le gustaba mucho, iba porque el clínico se lo había recomendado. Estaba puntual tocando el timbre tres minutos antes desu hora, el tiempo que demoraba en llegar al piso. Si el psicólogo se atrasaba un minuto, entraba furibundo al consultorio.
Su mayor placer era ver el reloj de la estación, controlaba que estuviese en hora.
Esa tarde decidió tomarse dos horas de descanso, le avisó a la secretaria que a las 15.10 estaría de regreso. Demoró quince minutos en llegar a la costanera. Miró el río color león. No había dispuesto cuánto tiempo iba a dedicar a mirar el río. Pasaban aviones. Estaba cerca del aeroparque.
Podría tomar uno e irse a cualquier lado. Los miraba alejarse como llevando gente dichosa a lugares soñados.
La puntualidad había sido su medida de todas las cosas, su código moral era indiscutible. Su conciencia tenía la forma de un reloj. Y nadie se daba cuenta.
Lo tocó en el bolsillo con la punta de los dedos. Plateado, brilló con el sol de la tarde temprana.
Le dio un beso .
Tomó impulso y como Discóbolo, el reloj del abuelo fue a parar a las aguas del río color de león.
Lilas P